Manecillas al revés ¿por las naranjas tal vez?
Ese sábado, Héctor se despertó como cualquier otro día. Sentado en su antiguo catre -heredado de generación en generación -, mira a su alrededor: todo en el interior de las cuatro paredes parecía estar en orden.
Se levanta, camina los diez pasos que lo separan del baño, se moja la cara, se unta la crema de afeitar y empieza la acción que a muchos hombres les produce verdadera pereza. Al salir del baño observa que las manecillas del reloj marcaban las 10 horas y 30 minutos. Héctor se alarma y empieza a gritar: “¡Carlos…, Carlos!”.
Se refería a su mayordomo, un hombre de dos metros, con una barba y un pelo brillante de color blanco; un ser humano tan hermoso, que todas las mujeres que trabajan en la casa de los Salleg hacían el esfuerzo por conquistarlo. Incluso los hombres clavaban la mirada en sus grandes y radiantes ojos azules. Decían que su belleza tenía un poder sobrenatural. Nadie sabía con exactitud cuántos años tenía, no le conocían familiares y nunca, nunca, salía a la calle.
La única tarea que encomienda a Carlos es que le tenga “algo para beber en el comedor”.
- Sí señor Héctor – responde y se retira.
Al salir del baño, algo había cambiado: las manecillas del reloj de pared que adornaba su cuarto giraban hacia el lado izquierdo. Por más que lo giró, lo golpeó, lo sacudió, no cambiaban de dirección. Decidió no perder más tiempo, coger la maleta, los tiquetes e irse a desayunar; para después partir hacia su anhelado viaje a Europa.
Al bajar las escaleras se dio cuenta de que no era solo el reloj el que andaba mal: los viejos retratos que por años decoraron el corredor, habían sido reemplazados por diferentes variedades de pájaros muertos, causando un olor nauseabundo. Segundos después sintió pequeños temblores en todo su cuerpo y pensó que por el fétido olor iba a caer desmayado. Al seguir bajando observó que faltaban los últimos cinco escalones; nunca imaginó tener tantos problemas para beber su jugo de naranja.
Con esfuerzo saltó el gran agujero para continuar la búsqueda. Superando varios obstáculos llegó al comedor. Carlos no realizó la tarea encomendada. Héctor da media vuelta y camina hacia la cocina. Al llegar, encontró la puerta de la nevera amarrada con una bufanda. Desesperado por la sed, corre en búsqueda de unas tijeras; abre la nevera, saca la jarra y con alivio empieza a beber su jugo. Al tomarse todo lo que encontró en aquel recipiente, se sienta en el comedor a hojear algunos correos, facturas, recibos y demás papeles que allí se encontraban.
De un momento a otro su visión empezó a fallar. Su experiencia médica le permitió mantener la calma. Sostuvo la mirada en una copia del Nace Venere de Botticelli que colgaba como única en medio de tanto pájaro muerto. La pintura –puesta por él hacía pocos días-, pasaba por sus ojos una y otra vez. No logró descifrar lo que le estaba sucediendo así que decidió cerrar los ojos y concentrarse en la inmensa oscuridad.
“¡Qué está pasando¡”, ¡”alguien que me explique¡”, ¡”tengo miedo¡”.Gruesas, agudas, de hombres, mujeres, niños y ancianos eran lo voces que se escuchaban en la calle. Aterrado Héctor corre rumbo a la puerta. Al salir se da cuenta que no está caminando sobre el cemento sino sobre una superficie de color azul y blanco; escucha una voz de un niño diciendo que el piso, las calles, las carreteras, los árboles, los ríos y los mares habían sido pintados de color azul y lo que se veía de color blanco era algodón de azúcar para alimentarse. “Se acabó la sopa…” dijo antes de salir correteando. Su modo de correr le pareció conocido.
Aterrado, Héctor oye la voz de un anciano que aseguraba que la superficie donde caminaban era el cielo. “No es que todos estemos muertos”, dijo. “Voy a intentar explicarles, pero necesito que estén todos calmados y en silencio” agregó con un tono que a Héctor le pareció familiar..
Toda la gente que estaba reunida lo escuchaba con atención. Lo miraban como si fuera un profeta. El anciano les dijo a los ciudadanos: “De una manera que aun no me explico, la superficie donde antes caminábamos, corríamos y jugábamos ya no es el suelo sino el cielo. Toda la naturaleza subió, los árboles, los glaciares y los bosques” terminó solemnemente.
Héctor intentó volver a su casa. En el camino observa un hombre que tenía en sus manos algunas pinturas. Se le acerca y al intentar dialogar con él, el sujeto huye sin poder evitar que una de ellas cayera al suelo.
“¿Para qué querrá las pinturas de mis antepasados?” pensó Héctor. Con ese pensamiento en la cabeza, la pintura enrollada y sin ánimos para perseguir a nadie, entró a un café.
- Un tinto negro, sin azúcar – se atrevió a ordenar pensando que, de pronto, sólo le ofrecieran algodón de azúcar. Mientras le servían observó que en el lugar todas las sillas estaban volcadas sobre las mesas.
- Su tinto ¡y sin algodón…! – le sirvió un hombre serio, cincuentón y una forma de mirar que le infundió confianza.
- ¿Cómo supo que yo…?
- Simple – le interrumpió -. Desde que los relojes marchan al revés, la gente cree que solo vendo algodón de azúcar – dijo con desilusión-. A este paso cerraré el negocio y, tal vez, el viejo me indique qué hacer con mi vida.
- ¿Lo conoce usted? – exclamó Héctor.
- Nunca nadie lo había visto, parece que es nuevo en la ciudad. Y todo lo responde, aún antes de preguntárselo. Aquí estuvo hablándole a unos retratos. Está medio loco el hombre…
***
Desde el día en que todo cambió las personas no se despedían “hasta mañana” porque ya no existía ni y el día ni la noche. Se perdió la noción del tiempo, las personas se acostaban simplemente cuando tenían sueño, nunca volvieron a trabajar. Un día Héctor camina hacia el aeropuerto para intentar conseguir información sobre su viaje.
- No salen aviones – le dijo el único ser vivo que encontró en el aeropuerto -. El aire de las turbinas daña e l algodón.
Regresaba a su casa a intentar entretenerse con el único libro que se había leído por quinta vez. Por costumbre, le pregunta la hora a un hombre que le pasa por el lado.
- Las 3:30 señor Héctor –dijo el hombre.
En ese mismo momento todo se oscureció , todo quedó tan negro que no veía sus manos al pasarlas frente a sus ojos. No se asustó, simplemente se acostó en una nube y se quedó profundamente dormido. Al despertar todo había vuelto a su lugar, se levantó adolorido porque estaba acostado sobre una roca. Camino a su casa recuerda que la única persona que le decía “señor Héctor” era Carlos el mayordomo.
Entra a la casa y observa que las escaleras están completas, pero no encuentra los cuadros que adornaban el corredor. Ni Botticelli siquiera. Tampoco aves muertas.
En la cocina reconoció a la persona que se había robado los cuadros.
- ¿Usted quién es?, le pregunta
- Soy Carlos, señor Héctor.
De inmediato lo recordó tal y como lo vio siempre: alto, esbelto, hermoso.
- ¿Dónde están mis cuadros? – preguntó Héctor extrañado.
- Los tomé prestados para hablar con ellos y rogarles que no volvieran a envenenar las naranjas. La nevera estaba amarrada porque quería evitar que bebiera su jugo, señor. El jugo causó todo esto, lo supe porque al tomar un poco se hizo el enorme agujero en las escalas y fui a hablar con ellos.
- ¿…Y…? – preguntó Héctor incrédulo.
- Todo está bien ahora. Mientras las paredes de la casa solo se usen para los retratos de la familia, no hay problema. Fue un descuido mío, desde luego. Lo teníamos claro desde hace 223 años cuando su tatarabuelo puso una virgen en la sala y el vino fue tomado por tantos que algunos se quedaron entre el suelo y el cielo cuando arreglamos las cosas. En esa ocasión hice de niño, de anciano y hasta de bufón pero nunca había vendido café…
- ¿Sólo hablé con usted…?
- Sí señor Héctor, no podía dejarlo solo…
- Tuvimos suerte, entonces – aclaró Héctor.
- Bueno… sí. Pero debe buscarse otro mayordomo. Fui despedido.
De todos los candidatos a mayordomo, uno solo le gustó. Era alto, apuesto, con un encanto especial y muy joven.
-Me llamo Solrac, señor Héctor
-Esa noche al acostarse, pensando en su nuevo mayordomo, se le ocurrió que sus antepasados se estaban asegurando de ponerle un nuevo sirviente, más joven, más atento que no lo dejara olvidar a quiénes pertenecía la casa.